viernes, 2 de septiembre de 2011

ARTÍCULO DEL MES (SEPTIEMBRE)

Apuntes sobre mi encuentro con indígenas mixtecos


Por: Sem. Fernando García

La maravilla de las comunidades indígenas consiste en su misticismo cotidiano. Para nosotros, occidentales, hasta la preparación de una “sta” (tortilla) es un ritual sagrado, para ellos es sólo comida. No es folklor turístico, es una lectura distinta, desde nuestra esencia citadina, que busca a toda costa significar con magia lo milenario. Cuando nos insertamos en un círculo de tradición perdemos de vista que es ajeno a nosotros, somos parte del poder ancestral en los actos dentro de la monotonía. Nos convertimos, pues, en lo fascinante que antes nos dejaba sin aliento; ahora somos el objeto de estudio, sin saberlo, sin quererlo, también estudiados. Todos los encantos indígenas pretenden desnudar la realidad para vestirla con impresión, asombro y olvido, una vez dentro del encanto no nos importa su desnudez. Pero como buen cúmulo de experiencias, no todo es alegría en las comunidades, también hay dolor y dolor que se vive como evidencia de una larga tradición estoica.

El dolor mixteco no se refleja en lágrimas ni adopta formas de actitud. Detrás de la piel quemada, ojos grandes y dientes blancos está el desgarre cardiaco.Consecuencia de una familia destrozada, la enfermedad, carencia, migración, falta de oportunidades, en fin, de todas las ausencias. Todo ocultan, de todo ríen, de todo toman. Son ellos mismos la máscara que les eleva de la miseria emocional: juegan, estudian, trabajan para olvidar, o mejor dicho, lo hacen con un único propósito, marcar pequeños destinos en donde todo sale bien, donde son pequeños dioses y la pelota de básquet, el cuaderno, los chivos, los borregos y la milpa son sus creaciones, sus mundos creados, sus felices perfecciones.

La mixteca desprende un aroma que seduce con ambición a todos, incluso a los mixtecos. Entre el copal y la polvareda esbozan destinos plagados de deseos ocultos, ávidos por trascender en la tierra. Toda la región tiene la firme intención de coexistir con el mundo que arrasa todo lo tradicional por considerarlo inútil. No es radical su persistencia, es supervivencia ante la vorágine tecnológica, con insistencia casi terca aunque espíritu lleno de paciencia. Sólo se puede ser indígena, verdaderamente, cuando el espíritu está desgarrado entre dimensiones culturales. En tal sentido todos sufrimos de la misma confusión. Somos de un lugar, nos sentimos de otros y al mismo tiempo cohabita en nosotros el actuar cosmopolita. Nuestra identidad, collage de cosmovisiones, muévenos al vacío de la pluralidad. No hay espacio ni lugar, por tanto, para ser únicos, excepto en grupo, excepto como indígenas.

Desentrañar al indígena exige desaparecer limitantes antropométricas, geográficas y religiosas. Todos somos hijos de la misma chin..., de la misma madre que no puede hablar correctamente su idioma pero usa extranjerismos, es la constante confusión de usar tenis, zapatos, huaraches o andar descalzos. La discrepancia ha alcanzado hasta nuestra intimidad gastronómica (comemos tacos con Coca-Cola), somos hijos del imperio, de su backyard, trabajamos para ellos y con los nuestros nos gusta ser capataces gringos. Somos incomprendidos, los que están aquí desean ir al Norte (E.U.), los del norte anhelan volver. Todos, desgarrados y adictos de lo ausente, somos indígenas de moral local e internacional. Mi encuentro con la comunidad mixteca, fue en amplio sentido, un encuentro con el aspecto novedoso de las posibilidades de transformación, el añejo interés por anunciar la Buena Nueva sigue vigente, en diversas formas, en diversos modos, implica forzosamente transformarnos y adecuarnos a sus propios simbolismos.

Como acompañantes, religiosos, de estos pueblos, no siempre seremos silenciosos ni meros observantes, a veces se pide nuestra opinión y es entonces donde la diplomacia debe mediar nuestra labor evangelizadora y nuestra apertura para comprender un mundo distinto. Las leyes, normas o estructuras (propias de la Iglesia occidental) pueden rebasarnos sin considerar al otro como integrante de este mismo cuerpo, entonces viene el reto de la misión, de ser extranjeros sin a intención de serlo, de acompañar sin obligar, de amar sin entender.